John Steinbeck, La perla. Fragmento inicial
Kino se despertó casi a oscuras. Las estrellas lucían aún y el día solamente
había tendido un lienzo de luz en la parte baja del cielo, al este. Los gallos
llevaban un rato cantando y los madrugadores cerdos ya empezaban su
incesante búsqueda entre los leños y matojos para ver si algo comestible
les había pasado hasta entonces inadvertido. Fuera de la casa edificada con
haces de ramas, en el plantío de tunas, una bandada de pajarillos
temblaban estremeciendo las alas.
Los ojos de Kino se abrieron, mirando primero al rectángulo de luz de la
puerta, y luego a la cuna portátil donde dormía Coyotito. Por último volvió
su cabeza hacia Juana, su mujer, que yacía a su lado en el jergón,
cubriéndose con el chal azul la cara hasta la nariz, el pecho y parte de la
espalda. Los ojos de Juana también estaban abiertos. Kino no recordaba
haberlos visto nunca cerrados al despertar. Las estrellas se reflejaban muy
pequeñas en aquellos ojos oscuros. Estaba mirándolo como lo miraba
siempre al despertarse.
Kino escuchaba el suave romper de las olas mañaneras sobre la playa. Era
muy agradable, y cerró, los ojos para escuchar su música. Tal vez sólo él
hacía esto o puede que toda su gente lo hiciera. Su pueblo había tenido
grandes hacedores de canciones capaces de convertir en canto cuanto
veían, pensaban, hacían u oían. Esto era mucho tiempo atrás. Las canciones
perduraban; Kino las conocía, pero sabía que no habían seguido otras
nuevas. Esto no quiere decir que no hubiese canciones personales.
En la cabeza de Kino había una melodía' clara y suave, y si hubiese podido
hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
- Su manta le cubría hasta la nariz para protegerlo del aire
desagradablemente húmedo. Sus ojos se movieron al oír un rumor a su
lado. Era Juana levantándose casi sin ruido. Descalza se acercó a la cuna de
Coyotito, se inclinó sobre él y pronunció una palabra de cariño. Coyotito
miró un momento hacia arriba, cerró los ojos y volvió a dormirse.
Juana fue hacia el fogón, extrajo un tizón y lo aireó para reavivarlo mientras
dejaba caer sobre él algunas astillas.
Kino se había levantado envuelto en su manta. Deslizó los pies en sus
sandalias y salió a ver la aurora.
Al traspasar la puerta se inclinó para rodear mejor sus piernas con el borde
de la manta. Veía las nubes sobre el Golfo como hogueras en el
firmamento. Una cabra se acercó a él resoplando y -mirándolo con sus ojos
fríos y ambarinos. A su espalda el fuego de Juana llameaba lanzando flechas
de luz entre las rendijas de la pared de ramaje y haciendo de la puerta un
cuadro de luz oscilante. Una polilla lo atravesó en busca del fuego. La
Canción Familiar sonaba ahora detrás de Kino, y su ritmo era el de la muela
de piedra que Juana movía para triturar el grano de las tortas matinales.
Kino se despertó casi a oscuras. Las estrellas lucían aún y el día solamente
había tendido un lienzo de luz en la parte baja del cielo, al este. Los gallos
llevaban un rato cantando y los madrugadores cerdos ya empezaban su
incesante búsqueda entre los leños y matojos para ver si algo comestible
les había pasado hasta entonces inadvertido. Fuera de la casa edificada con
haces de ramas, en el plantío de tunas, una bandada de pajarillos
temblaban estremeciendo las alas.
Los ojos de Kino se abrieron, mirando primero al rectángulo de luz de la
puerta, y luego a la cuna portátil donde dormía Coyotito. Por último volvió
su cabeza hacia Juana, su mujer, que yacía a su lado en el jergón,
cubriéndose con el chal azul la cara hasta la nariz, el pecho y parte de la
espalda. Los ojos de Juana también estaban abiertos. Kino no recordaba
haberlos visto nunca cerrados al despertar. Las estrellas se reflejaban muy
pequeñas en aquellos ojos oscuros. Estaba mirándolo como lo miraba
siempre al despertarse.
Kino escuchaba el suave romper de las olas mañaneras sobre la playa. Era
muy agradable, y cerró, los ojos para escuchar su música. Tal vez sólo él
hacía esto o puede que toda su gente lo hiciera. Su pueblo había tenido
grandes hacedores de canciones capaces de convertir en canto cuanto
veían, pensaban, hacían u oían. Esto era mucho tiempo atrás. Las canciones
perduraban; Kino las conocía, pero sabía que no habían seguido otras
nuevas. Esto no quiere decir que no hubiese canciones personales.
En la cabeza de Kino había una melodía' clara y suave, y si hubiese podido
hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
- Su manta le cubría hasta la nariz para protegerlo del aire
desagradablemente húmedo. Sus ojos se movieron al oír un rumor a su
lado. Era Juana levantándose casi sin ruido. Descalza se acercó a la cuna de
Coyotito, se inclinó sobre él y pronunció una palabra de cariño. Coyotito
miró un momento hacia arriba, cerró los ojos y volvió a dormirse.
Juana fue hacia el fogón, extrajo un tizón y lo aireó para reavivarlo mientras
dejaba caer sobre él algunas astillas.
Kino se había levantado envuelto en su manta. Deslizó los pies en sus
sandalias y salió a ver la aurora.
Al traspasar la puerta se inclinó para rodear mejor sus piernas con el borde
de la manta. Veía las nubes sobre el Golfo como hogueras en el
firmamento. Una cabra se acercó a él resoplando y -mirándolo con sus ojos
fríos y ambarinos. A su espalda el fuego de Juana llameaba lanzando flechas
de luz entre las rendijas de la pared de ramaje y haciendo de la puerta un
cuadro de luz oscilante. Una polilla lo atravesó en busca del fuego. La
Canción Familiar sonaba ahora detrás de Kino, y su ritmo era el de la muela
de piedra que Juana movía para triturar el grano de las tortas matinales.
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